Youtubers, bloggers y estrellas de Instagram. Desde hace unos años la palabra “influencer” se ha colado en el discurso de las marcas. Famosos de “per se” que han dado el salto a las redes o estrellas fulgurantes que precisamente han nacido en estas. Son ellos los que están enganchando con una generación millenial que cada vez presta menos a los formatos publicitarios clásicos.
El problema es que pese a su popularidad y su tirón en redes sociales, por un lado el número de influencers no deja de ser limitado y por otro, también generan rechazo en muchos consumidores que lo ven como un fenómeno hinchado y comprado por las marcas.
Así que algunas empresas han empezado a pensar que tan interesante es subirse en el barco de influencers que pueden tener millones de seguidores, como en el de las personas que pese a que pueden tener una repercusión en redes sociales mucho más modesta y limitada, a cambio, generan mucha más confianza. Son los que ya se conocen como microinfluencers, personas desconocidas por el gran público, probablemente con menos de 1.000 seguidores en redes sociales, pero con capacidad para influir en su “nicho de mercado”. Y aquí hay de todo: desde el cocinillas rechazado una y otra vez en el casting de masterchef hasta la “beauty queen” que no pasa de 50 reproducciones en sus vídeos de Youtube o el manitas que quiere enseñarnos cómo arreglar una cisterna.
Para llegar a estas personas, en las que por supuesto las marcas no invierten los millones de euros con los que “agasajan” a los más famosos, ya existen empresas como Influenster o BzzAgent que permiten que cualquier usuario con cierta actividad en el mundo on-line pueda convertirse en una pequeña estrella viral. Al registrarse en estas plataformas y una vez que son aceptados en las mismas, los usuarios reciben regularmente productos que van desde cosméticos a comida o incluso tecnología que pueden quedarse, a cambio de una opinión supuestamente sincera en redes sociales o en su blog personal.
Por un lado los usuarios están recibiendo productos que pueden interesarles de forma gratuita y por otro, las marcas obtienen un feedback que proviene no sólo del usuario que realiza la prueba, sino del feedback que este obtiene sobre la prueba realizada. Toda una estrategia win-win con la que todo el mundo debería estar contento.
El único problema es que en esta ecuación se deja fuera el papel del consumidor. Es decir, mientras que marcas y microinfluencers saben que hay un objetivo publicitario que rodea la acción, es probable que el público que la reciba no lo sepa.
Por supuesto, la ética personal del microinfluencer puede llevarle a informar que un post es publicitario o que el producto en cuestión ha sido cedido por una marca, pero no existe un marco legal que regule este comportamiento. Y en cuanto a la sinceridad de las opiniones vertidas… ¿cuánto cuesta una review negativa cuando un producto ha sido regalado?
Si además tenemos en cuenta el público objetivo al que suelen dirigirse estos anuncios (retomamos el caso de la generación millenial), es fácil advertir cómo la posición ética del anunciante y del microinfluencer pueden diluirse si no se establecen unas “normas de uso” claras en este tipo de acciones. ¿Qué os parece a vosotros? Contamos con vuestra opinión en los comentarios.
FUENTE: MUY PYMES