Competencia ha propuesto incluir su actividad en el anteproyecto de Ley de Comunicación Audiovisual.
Detrás de lo que parece una ingenua publicación en Instagram recomendando un producto o servicio se puede esconder un océano de intereses económicos. Porque ser una persona influyente en la época de las redes sociales se ha convertido en un oficio, aunque a veces de límites poco éticos. El trabajo de los denominados influencers consiste en elaborar contenido patrocinado por empresas para que llegue al mayor número posible de usuarios de plataformas digitales como YouTube, TikTok o Twitch. A cambio de la promoción, reciben los emolumentos correspondientes, aunque no suelen especificar que dichos mensajes son parte de una campaña de publicidad por la que están cobrando.
Y es ahí donde está la trampa. Porque los usuarios confían en la buena fe del prescriptor de opinión y se lanzan a por ese artículo que supuestamente tan buen resultado le ha dado. Por este motivo, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) ha propuesto incluir su actividad en el anteproyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual.
El regulador argumenta que “la consolidación de estos nuevos agentes que operan sobre internet requiere de un marco jurídico actualizado que permita lograr un equilibrio entre el acceso a los servicios de contenidos en línea, la protección del consumidor y la competencia”. Pese a ello, todavía no se han definido los requisitos legales para considerar a una persona influencer a fin de someterla a la normativa que se pretende abordar.
En cualquier caso, a los prescriptores de opinión ya les es de aplicación la ley de servicios de la sociedad de la información, que establece que “las comunicaciones comerciales realizadas por vía electrónica deberán ser claramente identificables como tales, y la persona física o jurídica en nombre de la cual se realizan también”.
Como explica Efrén Díaz, responsable de Tecnología del despacho Mas y Calvet, esto significa que “cuando los influencers promocionan un producto o servicio en redes están obligados a informar de que, efectivamente, es un contenido por cuya promoción les están pagando”, de manera que sus seguidores puedan diferenciar las opiniones independientes de la publicidad. Esta obligación abarca las meras publicaciones, “una emisión en vivo, denominada live, o una story, es decir, un vídeo”.
A este respecto, Autocontrol, el organismo independiente de autorregulación de la industria publicitaria en España, ha señalado que la mera mención al pie de foto de una marca bajo una etiqueta o hashtag no es suficiente para que el público pueda identificar el carácter publicitario del contenido. Tampoco la abreviatura “#ad”, que procede del término inglés advertisement, anuncio en español, y que frecuentemente utilizan los prescriptores. El ente recomienda usar indicaciones claras como “publicidad”, “en colaboración con” o “patrocinado por”.
De no atender a los requisitos legales, los nuevos líderes de opinión pueden ser sancionados “hasta con 30.000 euros”, advierte el abogado. Además, responderían frente a sus seguidores si los bienes o servicios promocionados resultaran “dañosos, lesivos o defectuosos”. No ocurriría lo mismo, como norma general, con las redes sociales, pues no se hacen cargo de la “información almacenada” en ellas salvo “conocimiento efectivo” de que es “ilícita” o “lesiona bienes o derechos de un tercero”.
Otra práctica recurrente en el sector de los prescriptores es la compra de seguidores para aparentar mayor relevancia digital, lo que puede dar lugar a “un acto de competencia desleal”, explica Jorge Monclús, consejero del bufete Cuatrecasas. Y es que, así se pretende “inducir a error a los destinatarios” de los contenidos sobre su “capacidad de influencia”, pero también a las marcas que los patrocinan, “buscando en última instancia influir en su comportamiento económico”.
En este sentido, el letrado llama la atención sobre los contenidos dirigidos a menores de edad. Sostiene que podrían establecerse criterios para calificarlos por edades, como ocurre con las películas, aunque de momento no se han abordado. “El anteproyecto de la ley impone a las plataformas el deber de implementar sistemas de verificación de edad con respecto a los contenidos que puedan perjudicar su desarrollo físico, mental o moral y, en todo caso, impedirles el acceso a los más nocivos, como la violencia gratuita o la pornografía, así como la necesidad de facilitar sistemas de control parental”.
Falsas expectativas
Actualmente, la ley considera que la publicidad es ilícita si incita a los menores a comprar o se vale de su “inexperiencia o credulidad”. Por ello, los prescriptores deben desterrar expresiones que fomenten la inmediatez como “últimos artículos” o “pídelo ya”. Y tampoco les pueden generar falsas expectativas de ganar en los sorteos o concursos que realizan.
La duda que planea es si se podría abordar una regulación similar a la aprobada recientemente por Noruega, que prohibirá a los influencers publicar imágenes retocadas sin avisar a sus seguidores. Ello con el objetivo de luchar contra la publicidad engañosa y los ideales de belleza irreales. Paloma Bru, socia de despacho, considera que sí, ya que “toda comunicación comercial engañosa es ilícita y desleal” a la luz de la legislación vigente.
La letrada sostiene que “en otros países, como el Reino Unido, la organización de autorregulación publicitaria ha empezado a publicar listados de influencers que no cumplen con su código de publicidad para evitar que se produzcan este tipo de prácticas”. Una medida que podría ayudar a acabar con la publicidad encubierta en España, aunque con las garantías debidas para no vulnerar la normativa sobre protección de datos.
DECLARAR LOS REGALOS
Cuantos más seguidores, más caché. Por ejemplo, la joven catalana Paula Gonu, con más de un millón de suscriptores en YouTube, desveló que solo en un mes había ganado en la red social más de 15.000 euros. Ingresos dinerarios que los influencers “están obligados a tributar”, explica Marcos Escoda, letrado. Pero también los regalos que reciben como contraprestación por sus servicios, ya que son “rendimientos en especie”. Lo habitual es atender a su “valor de mercado”. Así, si el prescriptor recibe un bolso de 500 euros, se considera que ha ganado ese importe, que debe fiscalizar Hacienda.
FUENTE: EL PAÍS